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Un monje preguntó a Iun Men:

¿Cuál es el verdadero rostro de Buda?

El maestro respondió: ¡Mú!

(Antiguo koan de la Transmisión de la Lámpara)

Namu Amida Butsu es la naturaleza del Buda, Amida. Según la escuela del País Puro, esta fórmula encierra la posibilidad de la Iluminación, Satori, una situación de la mente en que la conciencia rebasa los contrarios. El secreto del Satori es estar unificado. Para lograr ese estado permanente, se requiere desarrollar al máximo la Voluntad de la Verdad.

I

Cuando hubo terminado de hablar, Namu, el sabio psicofísico se inclinó sobre la reluciente máquina. Arremangó levemente las amplias mangas de su túnica mientras apretaba el control de grabación. Escuchó en torno suyo palpitar el silencio del cónclave, esperando el resultado. Se aproximó al delicado receptor de fibrógeno y musitó la sílaba rotunda, eficazmente.

Dijo: «¡MU!»

La palabra vibró en el silencio con una sobrecogedora intensidad y las cámaras neumáticas del aparato la repitieron interminablemente. Las miradas se dirigieron hasta el espacio vacío, en el fondo del salón, esperando. Sucedió como una leve turbulencia, un agitarse de colores en gestación.

Un MU apareció, materializado, tangible y aparentemente vivo, bajo el hueco de luz.

Un murmullo se elevó de los espectadores sorprendidos porque nunca habían visto un MU y también porque no habían creído nunca, hasta ese momento, que un MU, ni cosa alguna, pudiera ser producido en esa forma.

El maestro Namu sonrió complacido en tanto abría los brazos en un gesto ritual. Luego fue hacia el MU -que era de un color azul intenso- lo tomó con delicadeza y lo condujo a la parte central del hemiciclo. Una vez allí, con aquello a su lado, se dirigió a la concurrencia.

«Los MU no siempre son azules», dijo. «Los hay también verdes y amarillos y de algún color que aquí no conocemos, el amasto, semejante a un ocre muy oscuro. En realidad, lo azul del MU no es tal color, sino un estado de ánimo».

-¿De dónde viene? – preguntó una voz anónima.

-De mi interior – respondió el viejo psicofísico.

-¿Y la máquina? – inquirió otra voz.

-Reemplaza la Voluntad Perdida – dijo el maestro Namu, mientras acariciaba con la mirada la gran parafernalia de metal que llenaba la parte oriental del hemiciclo.

-Esta máquina es un aparato volitivo y también un mito técnicamente representado: sus planos obedecen a la traducción técnica de unas viejas palabras – agregó.

El escepticismo tomó forma en el rostro anónimo de los circunstantes. Levemente, el MU cambió de color: su azul brillante se enturbió con tonalidades rojizas. En realidad, la audiencia se habría burlado del sabio psicofísico, si la presencia del MU no fuera un testimonio decisivo.

-Los MU no siempre son azules, lo repito. -dijo Namu-. Ahora tórnase rojizo, porque está a punto de desaparecer. Cuando llegó, el MU era azul radiante, porque todos nosotros lo vimos y creímos en él porque ahí estaba. Ahora que intento explicar cómo vino al mundo y quién es el MU, ustedes no me creen y el impacto psicológico de su escepticismo cambia la naturaleza de los MU. Esto hace que la iluminación que producen sea siempre fugaz.

Dichas estas palabras, los inteligentes prejuicios de la audiencia aumentaron y aquello que estaba al lado del psicofísico subió de color como un carbunclo hasta llegar al rojo vivo, luego tornóse blanco y después desapareció. No emitió calor, no hizo ningún ruido, ni siquiera se movió: simplemente dejó de estar entre los hombres.

Namu fue implorado de construir otro MU, pero se negó. En vano sus colegas y alumnos se acercaron al singular aparato de la voluntad y murmuraron a su oído electrónico la palabra en cuestión. La máquina fue sorda a sus intentos y ni una leve sombra de MU enturbió el hueco de luz.

II

Pero los MU, lo mismo que todos los seres que viven en la región de lo nonato, pugnan por venir al mundo. En realidad un MU que ha sido pronunciado ya nunca deja de existir; puede que cambie de forma, que use un tipo de materia más sutil, que mude su color a una frecuencia invisible, pero ya nunca quedará tranquilo e intervendrá chocarreramente en cada oportunidad que se presente para tratar de volver. Su medio natural son los sueños, en donde viven los MU como en su propia casa.

Así fue como el sabio psicofísico soñó una vez un sueño prodigioso: brillando con su azul mejor, un MU hallábase en medio de un hemiciclo enorme. A sus espaldas se elevaba una gigantesca parafernalia de glincalín y metal y frente a él hacinábase una multitud de pequeños MU nonatos. Un silencio tangible pesaba sobre esa multitud anhelante.

En un gesto vagamente recordado, el MU se inclinó sobre el inmenso aparato, mientras manipulaba un control. La sílaba sagrada se oyó nítidamente, pronunciada sobre el oído mecánico, repetida mil veces por el eco de las cámaras neumáticas.

-¡NA!

Las miradas de los MU nonatos se dirigieron sincronizadamente hacia el espacio vacío que esperaba como un hueco de luz al extremo del salón. Hubo una leve turbación y Namu apareció, intangible y aparentemente vivo bajo el haz de luz.

Un murmullo de admiración escapó de la audiencia, sorprendida porque nunca había visto a Namu y también porque no había sabido nunca, hasta ese instante, que un hombre pudiera ser producido en forma tal.

El MU se azuló, complacido, mientras giraba sobre sí mismo como una peonza. Luego fue hacia Namu -que seguía soñando-, lo tomó de la manoy lo condujo a la parte central del hemiciclo. Una vez allí, con el sabio a un lado, se dirigió a sus congéneres:

-Los hombres viven sumidos en un estado singular llamado sueño, que generalmente confunden con la inteligencia -dijo el MU-. Cuando hablan y caminan creen estar despiertos pero la conciencia de los hombres está siempre dormida aunque sueña estar despierta.

-¿De dónde vienen? -preguntó alguno.

-Del mundo exterior -respondió el MU.

-¿Y esa máquina? – inquirió otra vez.

-Es el organismo dentro del cual vivimos -dijo el MU mientras acariciaba con la mirada los circuitos servomotores, las neuronas y todos aquellos contactos, pasadizos intrincados y cavernosos, masas grises y blanduzcas que formaban el cuerpo celular de Namu. Luego dijo en un susurro: Esta máquina es el aparato de la voluntad, que los seres humanos han olvidado utilizar.

El desconcierto operó un cambio de color en la audiencia, que se tornó rojiza y Namu despertó.

III

Dispuesto a realizar la enseñanza que había recibido en sueños, el viejo psicofísico se inclinó sobre el aparato que reemplazaba la voluntad, arremangó las mangas de su túnica y comenzó a destruirlo concienzudamente, hasta que la voluntad mecánica quedó reducida a una chatarra. Luego, en medio del silencio expectante, dijo claramente:

NAMU!

Sorprendidos, los circunstantes lo oyeron pronunciar su propio nombre. Dirigieron la mirada hacia el nido de luz y vieron a otro Namu, idéntico al primero, caminar en derechura hacia él. En la fracción de un segundo, vieron las imágenes sobreimponerse, fundirse la una en la otra, hasta formar una sola.

El maestro Namu sonrió complacido, y abrió los brazos en un gesto ritual. Luego se dirigió a la concurrencia:

-Na-mu es el Sí y es el No y no tiene color, porque es todos los colores. No se divide en consciente e inconsciente. No distingue entre el sueño y la vigilia porque su realidad es el resultado de los dos. No posee una cara interna y otra externa, sino un solo rostro unificado. No reconoce noche y día, bien ni mal, tristeza o alegría porque ha aceptado que los contrarios forman parte de su ciclo vital. Por lo tanto Namu, el hombre que ha pronunciado su nombre, es Uno solo, de naturaleza inmortal.

A continuación, el viejo sabio psicofísico se puso a escuchar -con sus propios oídos- el nombre de todos los presentes. Cada vez que lo hacían, la Voluntad de la Verdad crecía en ellos, iluminándolos con una nueva Luz.

René Rebetez

El otoño llegó pronto ese año.

Las hojas jugaban en las esquinas y el viento peinaba las guedejas de las niñas.

Nadie sabía del aquelarre, ni de las brujas; de lo que eran o habían sido: fueron quemadas, exorcizadas, olvidadas.

(Nadie sabe que las brujas han cambiado)

Adriana, ojos castaños, trenzas de cobre, atravesó la calle central de la ciudad universitaria dejando atrás los edificios monstruosos. Las hojas bailaron formando pequeños remolinos en torno a su falda escocesa, se adhirieron a su blusa marrón. Jugaron con su cara, enredándose en su pelo. La calle estaba tapizada de ellas y sin poder estarse quietas susurraban, arrastrándose.

Corrió entre los arboles desnudos y sintió cómo sus botas las aplastaban como pequeños seres quejumbrosos. Llegó hasta el sitio donde habia dejado el pequeno Jaguar rojo, agazapado. Corrió en él a través de la ciudad, por entre la cortina de hojas cayendo lentamente.

Y llegó a casa y subió a su habitacion como una exhalación. Al entrar tropezó con la huidiza figura del gato, que escapó por los rincones. Una rústica escoba cuelga desde el techo y sobre el hogar crepitante una gran olla lanza un vaho espeso.

Se acercó y comenzó a mover lentamente la gran cuchara, agitando el hirviente líquido a la par que observaba el reflejo de su rostro en la poción.

La primera vez, la primera vez fue inolvidable.

Adriana salió esa mañana del vientre del supermercado, los brazos rodeando casi amorosamente las bolsas repletas de verduras, de frutas, de latas de caracoles ahumados.

Se abrió paso valerosamente entre la multitud, con el sencillo expediente de mover to codos como habia visto hacer algunas veces a los jugadores de rugby, echando los hombros adelante y bajando la cabeza, en tal forma, que a duras penas se veía el brillo de sus ojos entre las guedejas rubias y la muralla de comestibles.

Todo marchó bien hasta llegar al borde de la acera. Entonces trastabilló, calculando mal la distancia y el universo dio un vuelco alejándose de ella y se sintió caer hacia atrás y sus manos y sus brazos abandonaron todo para proteger el cuerpo en su caída.

Cuando abrió los ojos a la perspectiva del pavimento vio un horizonte de naranjas alejándose, perseguidas por las latas de conservas y en primer plano, la lenta caravana de los nabos.

Quedó tendida en el pavimento, rodeada de su pequeño cataclismo, durante el lapso interminable en que se convirtieron los segundos.

Los transeúntes quedaron repentinamente quietos, el viento se tornó sólido y las hojas detuvieron su caída a mitad del camino entre el cielo y la tierra. Todo murió, excepto las naranjas que rodaban hacia el infinito, tropezando de vez en cuando con los pies de las estatuas-transeúntes.

Todo fue lento, el aire pareció convertirse en jalea y sus movimientos fueron espesos al incorporarse a medias, mientras su mirada veía la calle convertida en galería de un museo de cera.

Entonces lo vio -lo único vivo en el mundo- recargado indolentemente contra un poste, casi frente a ella. Su rostro había sido siempre joven y una sonrisa cínica y aniñada distendía su boca entre mordisco y mordisco.

(Oyó por primera vez el aria de la flauta, un aire barroco y sutil más antiguo que Lully y Marin Marais.)

Está vivo, pensó, es el único que come manzana, mordisco tras mordisco, en el museo de la humanidad. Ojeó largamente, de abajo  hacia arriba, las botas de cuero crudo, los pantalones de pana, el suéter como un tubo y el rostro renacentista que surgía de una  barba incipiente y suave, aún a distancia. Tropezó entonces con los  ojos de gato que reían y sin saber por qué, rió tambien y su risa  retumbó en la calle muerta y él escupió al suelo, arrojó la manzana  que quedó suspendida en el vacío y rió a su vez.

(Sus risas resonaron por las esquinas y cubrieron el aire de flauta que venía de lejos; nada se movía.)

Se acercó lentamente y ella lo veía crecer a medida que llegaba, cada vez más alto y más y más, para inclinarse luego desde allá arriba y tenderle dos manos de nudillos gruesos a las cuales se aferró, para izarse hasta la altura donde debía hallar su rostro.

Pero no había nada y su mirada se posó repetidas veces en las estatuas que segundos antes fueron hombres y se sintió terriblemente sola en el museo de cera.

Sólo entonces oyó su risa y lo encontró a sus pies, ocupado en recoger las manzanas dispersas sobre el pavimento. Tomó las bolsas de papel y el las llenó rápida y eficazmente. La última manzana fue muy lenta y no llegó nunca a su destino. Primero la llevó frente a sus ojos y Adriana vio los ojos del joven demonio tras la fruta y luego su boca que se adelantaba y se abría y brillaban unos dientes y los ojos que la miraban a ella y no a la fruta.

El mordisco acabó salvajemente y el rostro del sátiro desapareció repentinamente de su vista.

Se encontró de pie en medio de la calle, recibiendo los embates de la multitud de transeúntes afanosos, frente a las puertas del supermercado; sus brazos rodeando las bolsas repletasde comestibles y la boca redondeada en un gesto perplejo. Echó a andar titubeante,  mirando a lado y lado, tratando de descubrir en algún sitio la silueta del intruso. Su andar se hizo cada vez más rápido hasta llegar al pequeño Jagua estacionado.

Arrojó los comestibles a la parte trasera del automóvil, lo abordó y se perdió en la calle dejando una furiosa estela de monóxido  de carbono.

Entrando a su casa, Adriana fue a la cocina y depositó su cargamento en una mesa, frente al delantal de su mamá. Sus ojos estaban en otra parte.

—Adriana, pareces cansada.

—Son los exámenes, mama.

Atravesó el comedor, donde su hermanito estrenaba una barba de arroz con leche que sumergía a intervalos regulares en el abismo de un tazón. Pasó por el salón; su hermanita, tirada en la alfombra, salió del interior de un comic y le dijo: buenas, Adriana, y subió las escaleras como una exhalación.

Penetró a su cuarto y el panorama rosado conocido, con los banderines en el muro y las muñecas de su infancia en la pared del fondo, la llenó momentaneamente de seguridad. Sin embargo, se derrumbó en la cama, boca abajo, el cabello estremecido por los sollozos sofocados.

Después vino un período de olvido, de volver a esperar, de tornar a olvidar.

Adriana jugando en la bolera del barrio. La bola va corriendo hacia los palos y los salpica hasta hacerlos flotar en el espacio.

Adriana va en el coche con Roberto, su compañero de infancia y se detiene en el lugar de costumbre, desde donde mira la ciudad como un nido de luciérnagas. Él habla el lenguaje de amor de los primeros besos y Adriana es feliz y ríe y se imagina un futuro de muñecas rubias que habrán salido de su vientre.

—Tendremos una casa con un jardín muy grande.

—Y una chimenea crepitante en las noches de invierno.

—Y una colección de pipas para ti.

—Y los días para nosotros. Y las noches.

Va a besarla una vez mas y sus labios estan a punto de tocarse.

(Entonces oyó por segunda vez el aire de la flauta, ese aire barroco y sutil mis antiguo que las cornisas de los templos griegos. Un aire viejo que hizo al viento meterse entre sus poros ocasionando escalofríos a su piel, trayendo olores remotos que dilataron por primera vez las tenues aletas de la nariz.)

Todo cesó con el viento. Ocultó de repente su cara descompuesta en el hombro del muchacho, para emerger de ahí al poco tiempo, diciendo:

—Llévame a casa, Roberto. Tengo frío.

En la intimidad de su habitación Adriana se sumerge en las ecuaciones de la química del carbono; en los universos expresados por anillos y coeficientes, mases y menos cabalgando sobre líneas de quebrados aprisionados en paréntesis. De improviso, surge de la nada el tema demoníaco y las fórmulas bailan las unas con las otras, dislocadas. Y la música que fue antes un aire viejo, es ahora un rock desenfrenado. Baila para ella sola, es poseída por algo inexplicable y sus ojos brillan mientras su cuerpo recibe la lluvia del confeti de sus libros de texto —rotos en mil trozos diminutos— mientras ella se oculta tras una leve cortina de símbolos químicos que cayó del cielo.

Se dirige hacia el espejo y se mira profundarnente a los ojos, seduciéndose, desatando la cascada de su pelo largo dorado. La música de Pan es ahora un blues de clavecines que tocan a lo lejos y Adriana se desviste lentamente ante el espejo, acariciánndosé, extática, frente a la luna plateada que repite sus gestos uno a uno.

Ha cambiado de la noche a la mañana y su novio y su madre y sus hermanos son víctimas de la mutación de la manzana en fruto prohibido; de la flor en yerba mala. Hunde la cara de su hermano en el tazón de dulce y este emerge de allí con una máscara de golosina amarga por las lágrimas y asustado, corre a refugiarse en el regazo de su madre. Pinta bigotes diabólicos en los rostros de las muñecas de su hermana. Se ríe y su risa retumba en los rincones de la casita, convertida en guarida de trasgos. Fuma. Fuma mucho y arroja cínicamente el humo al escandalizado rostro de su madre.

Juega con Roberto como un gato con una madeja que cada día se va haciendo mis delgada. Lo deja plantado y luce frente a él sus nuevos pretendientes.

Y siempre, después de todo, sus ojos transparentes reflejan la candidez de sus trece años y sabe ser tierna y parecer desamparada.

Sufre repentinos ataques de melancolía porque los árboles están quedándose desnudos.

Ni siquiera ella misma sabe qué sucede.

Sabe solamente que lo ha de ver repentinamente en cualquier sitio, acodado en los bancos de la universidad, parado en las esquinas. Un momento, tan sólo unos segundos. Para desaparecer luego, para recordarle que viene cuando quiere.

El mendigo ciego que siempre está en la esquina de su casa retira sus anteojos negros y es su rostro el que aparece. Hay un hombre caminando a espaldas de ella. Al término de la calle alguien se da cuenta y se despide con un gesto burlón. Son una cara y un gesto conocidos. En un grupo, un muchacho alarga la mano para encenderle un cigarrillo. Cuando alza la cara, agradecida, descubre el rostro de él, sonriente. Al cabo de un instante desaparecido. Nunca ha podido hablar con él, tocarlo.

Una tarde, Adriana se queda más de la cuenta en el laboratorio de química. Realiza, divertida, un complicado experimento de destilación, con tubos espirales y retortas. Ha quedado sola, sus compañeros ya se han ido. Agrega otros compuestos a su mezcla y hay una extrañaa rcacción en los matraces. Los liquidos burbujean, cobrando vida extraña, hay un olor pestilente y se desata una humareda espesa en medio de la cual se pierde. Va abriéndose camino entre las brumas y de improviso se topa con un cuerpo. Ve su cara, esta vez sarmentosa y maligna y huye despavorida.

Las fiestas en casa de los Mito son estupendas. Hay que ir, siempre hay muchachos y muchachas nuevos y siempre buenos discos. El apartamento es amplio, con una terraza que mira a la ciudad y está totalmente cubierto por una alfombra mullida, donde uno puede echarse o sentarse sobre las piernas cómodamente.

Roberto esta sentado aparte, junto a una chica de ojos apagados que mira desde lejos a un chico de ojos vivos, mientras Roberto observa a Adriana bailar y hacer piruetas, pasar de mano en mano y reir con la cabeza echada hacia atras. Cuando alguien le da un beso en la boca, una chica se acerca susurrándole al oído:

—Hay un chico nuevo que quiere conocerte.

Adriana va, entre curiosa y complaciente. Hay un joven alto, de espaldas, que da vuelta al escuchar la presentación. Es él.

Y no es él porque su cara esté ampliamente llena por una sonrisa bondadosa y sus ojos son profundos como los de un borrego. Hay algo en él que irradia confianza y siente deseos de besar esa boca de labios gruesos. Hay un índice que los toca levemente, como una demanda de silencio y ella no sabe si ese gesto ha sido ocasional o premeditado.

—Te pareces mucho a alguien que conozco.

—Tú también.

—Estudias química, ¿verdad?

—¿Y tú?

Bailan, ríen. Es sencillo y llano como un estudiante provinciano. Ella da vueltas a su alrededor como una mariposa en torno a un aviso luminoso. Salen a la terraza y la ciudad se extiende a sus pies.

—¿Te gusta la música?

Se acomoda en la baranda indolentemente mientras saca de los pliegues de su suéter una armónica. La lleva hasta su boca y fluyen las primeras notas…

…de un aire barroco que recuerda las cúpulas de las catedrales y a Venecia y a la campiña griega. La música flota por la ciudad y se apodera de ella. Él toca la armónica, casi oculta por sus manos de desnudos huesos, los ojos burlonamente posesivos, la cara echada hacia atrás, mostrando su perfil de hermoso sátiro, apuntando hacia adelante la barbilla.

Las mujeres van llegando lentamente a la terraza como las ratas tras la flauta de Hamelin; las miradas soñadoras, fijas en el joven mago del suéter ancho y los pantalones de pana. Los hombres vienen tras ellas y enlazan sus talles, mirando codiciosamente.

Se desplazan y caminan tras él. Bailan a su alrededor y el ritmo se hace más vivo y hasta ahora comienza realmente la fiesta, un aquelarre. El mismo Roberto participa y baila y ríe y grita como el mejor. Su pareja es la joven de ojos apagados que ahora brillan como ascuas y se besan y se funden el uno en el otro sobre el espeso tapiz.

EI rey del Sabbath se ha sentado sobre un piano de cola y mira desde el Olimpo, rodeado por ninfas de faldas escocesas, pantalones estrechos, botas y suéteres chillones, que bailan sin parar. Adriana está a su lado.

El hombre de ojos de gato acerca su rostro lentamente al suyo.

La besa largamente.

Adriana vuelve a oír la misma voz, en el mismo instante que regresa:

—Hay un chico nuevo que quiere conocerte.

Adriana va, entre curiosa y complaciente. Hay un joven que se da vuelta al escuchar la presentaci6n. Pero no es él. Es un imbécil con cara de besugo que la mira desde unos ojos embebidos de alcohol. Mira en torno suyo. El tiempo retrocedió o todo ha sido un error, un sendero equivocado. Mira a su alrededor y no está él. Tal vez no estuvo nunca. Y lleva una mano temblorosa hasta su boca, queriendo encontrar un beso que tal vez no recibió jamás. Ahí esta Roberto, que la mira con ojos tristes y esa muchacha aburrida de mirada muerta está con él.

Abandonó la fiesta y corrió a casa a bordo del pequeño Jaguar. Corrió por entre los árboles que se desnudaban y las hojas que caían lentamente. Llego a su casa y subio a su cuarto como una exhalación. Fue la primera vez que penetr6 en la Edad Media. Sintio su piel aflojarse como un viejo pergamino y vio la huidiza figura de un gato escapar por los rincones. Una rústica escoba cuelga del techo. Y sobre un hogar crepitante, una gran olla lanza un vaho espeso. Adriana se acercó y comenzó a mover la gran cuchara, mientras miraba el reflejo de su rostro en la poción.

René Rebetez

La mariposa movió sus cuatro alas membranosas en el principio del crepúsculo y miles de microscópicas escamas lanzaron a la noche un código mudo y perfecto. Desde el horizonte respondieron otros fulgores, vivos y distantes: la noche se pobló de membranas rutilantes.

El hombre salió y se vistió de tinieblas. (Desapareció, en un mimetismo absoluto, antes de haber adquirido un rostro.) De cada árbol fue una sombra y en los claros corrió fugaz, escapando de la luna. Sobre la hierba, sus pasos fueron hojas trituradas y un susurro leve orquestó la canción de los insectos. Finalmente se hizo bulbo junto a un macizo de flores y esperó.

Ella alargó sensualmente su larguísima trompa sedienta y friccionó sus extremidades con hambrienta fruición, antes de emprender el vuelo. Aparentemente errática, la mariposa siguió la línea sinuosa de su instinto, escondiendo su lengua entre los palpos maxilares y desarrollándola luego en toda su extensión al planear sobre la flor. Saqueó el néctar ávidamente, desde el fondo de la corona gamopétala de largo tubo. Una suave languidez fue creciendo en ella, hasta adormecerla en la cúpula dorada, donde se meció indolente.

El hombre saltó desde la noche, exacto y sigiloso desplegando una fragancia suave y oscura. Ella sintió el cielo desprenderse y voló tardíamente entre los muros invisibles de la red. No tuvo oportunidad al debatirse: dos pinzas humanas -índice y pulgar- apresaron las extremidades de sus alas y una leve columna de polvo multicolor se desprendió de ellas. Después, se golpeó ciegamente contra muros estrechos: la noche se convirtió en asfixia, el cielo y la tierra se juntaron y los puntos cardinales amenazaron aplastarla. Finalmente quedó letárgica, tratando de cubrirse a sí misma, añorando inconscientemente su pasado de oruga.

«Las mariposas diurnas, a las que corresponden los más brillantes colores, tienen las antenas engrosadas en ápice y levantan las alas juntándolas cuando se posan. Las mariposas crepusculares tienen las alas triangulares y las antenas prismáticas; a ellas corresponde la calavera, que así es llamada por el dibujo que llevan los ejemplares adultos en el tórax». El hombre terminó de leer y observó detenidamente al lepidóptero a través del cristal de la caja. Siguió detenidamente los dibujos de las alas, hasta abismarse en la profundidad de los sinuosos torbellinos. Se hundió allí como hipnotizado y después de un largo rato, con inmensa dificultad, emergió de allí para volver a la superficie de las cosas. Sus lentes habían resbalado hasta la punta de la aguda nariz y un sudor frío humectó el rostro pálido. Las manos del coleccionista temblaron impercebptiblemente al buscar con el tacto el alfiler más adecuado.

La mariposa recordó nostálgicamente el recinto de su primera cárcel. Los hilos sedosos, secretados por su forma larvaria, cuando incapaz de volar, reptaba perezosamente por las cortezas de cerezo. Esa cárcel voluntaria, tejida cuidadosamente por el mismo prisionero, en donde despertó su conciencia debido a la soledad.

Era abril o mayo; entonces comenzó a segregar aquellos hilos de seda, con movimientos regulares y precisos, emanando de su propia cabeza. Inició entonces el terrible esfuerzo requerido para el cambio, la concentración sobre sí misma y el ejercicio de la voluntad que conduce la programación genética hacia un estado superior.

No todas lo logran: la mayoría de los capullos son llevados a la estufa para matar la crisálida y pasar después a la sección de hilados. No todas lo logran: de las regiones metafísicas descienden pájaros que ávidamente las devoran. No todas lo logran: más allá de la delgada capa protectora acechan los peligros de una dimensión desconocida.

De un insecto a un lepidóptero hay la misma diferencia que existe entre un hombre y un dios. El nacimiento a un nuevo estado requiere esfuerzos inenarrables: algunos pocos hombres suelen tomar la actitud de las orugas durante días y años enteros, en extrañas posiciones estáticas, meditando. Sin embargo, nadie sabe de un hombre convertido en mariposa.

Repitió los sabios movimientos del pasado. La mariposa se concentró sobre sí misma y como antaño, puso su voluntad al servicio de sí misma. Se movió repentinamente, sacudiendo las alas adormecidas, despidiendo una nubecilla de polvo amarillento y azulado, mientras generaba la potente energía que le había ayudado alguna vez a transformarse de gusano en mariposa.

El hombre vio la calavera dibujada en las alas de la mariposa mover los maxilares, gesticulando. Y quedó absorto la fracción de un segundo en su contemplación. Advirtió el desgaste del estofado multicolor y actuó con rápidos movimientos habituados. Abrió la caja y colocó su dedo índice sobre la cabeza de la bestia, presionándola sabiamente contra el piso de cartón. La mariposa se aquietó hasta quedar inmóvil.

El coleccionista esgrimió entonces el alfiler de cabeza azulada y lo hundió diestramente en su propia garganta. La presión del índice disminuyó, hasta terminar por completo y ella entendió que el momento de volar había llegado.

La mariposa revoloteó suavemente sobre el cuerpo exánime del hombre, rozándolo apenas. En medio de la habitación ornada de cadáveres multicolores, de las vitrinas repletas de cuerpos alados, hendidos todos por espadas diminutas, el cadáver del hombre lucía como la pieza más rara de su colección.

René Rebetez

Gyord sabía que ellos creían ser lo que no eran. Siempre, en la misma época cada año, se preguntaban el porqué de todo aquello. Y ese día de diciembre del año innumerable su inquietud fue más grande, pero guardóse muy bien de traslucirla.

Despertó bien dispuesto. Como responsable de aquel grupo, su deber era llevar a cabo el trabajo a buen término. Sabía punto por punto lo que tenía que hacer: comprobó el buen estado de sus miembros y a manera de ablución, tras el prolongado sueño lavó sus extremidades con aceite detergente y ejecutó la gimnasia ritual: sus miembros de desperezaron hasta recuperar la elástica movilidad perpetua. Giró sobre sí mismo repetidas veces hasta asegurarse del buen comportamiento del giróscopo craneano y revisó con cuidado, uno por uno, los circuitos servomotores y su cámara de retroalimentación. Al mismo tiempo que movía rítmicamente sus articulaciones Gyord musitaba una oración: la remota tradición requería ese ritual en momentos muy precisos: al despertar del largo sueño, antes de empezar el trabajo, antes y después de ingerir el alimento, al tomar una decisión no programada y al tornar a dormir, la letanía debía ser repetida fielmente, ciñéndose a las reglas marcadas indeleblemente en su interior.

Gyord había intuido que todo esto formaba parte de su manual de mantenimiento. Con la seguridad de alguien que sabe lo que hace, se dirigió a los controles y apretó los contactos uno y dos. La cúpula de la Torre de Control tornóse súbitamente transparente, lo suficiente para dejar ver el espacio exterior, por entre el polvo acumulado durante el año y la escarcha invernal.

Afuera la nieve caía lentamente, pero no hasta el suelo: se derretía al contacto del inmenso cubo protector. La ciudad entera yacía bajo aquel alero invisible y hasta donde la vista acerada de Gyord podía alcanzar, se extendía el paisaje cilíndrico de los edificios, aderezados con los helmintos de las aeroestradas. Blanca y brillante, aureolada por la cúpula invisible, la ciudad era bella.

Gyord observó cómo la luz de un sol oculto atravesaba la nieve y se traducía en los colores del prisma bajo la inmensa cúpula. Los colores pendían de las enhiestas cornisas, tejían flecos y enredaderas en las paredes lisas y colgaban como nidos de oropéndolas bajo la luz de los puentes. A pesar suyo Gyord sintió algo parecido a la nostalgia y alguna célula perdida en su programación murmuró una tonada lejana: era como el sonido de una antigua caja de música, preservado en su interior con el fin de motivarlo oportunamente. Una asociación vertiginosa de imágenes, olores viejos, risas y canciones olvidadas le recordó la inminencia de la Navidad.

Inútilmente buscó en su memoria el significado perdido. La palabra repercutió en sus circuitos sin encontrar más respuesta que los conceptos ligados al hábito y las costumbres. A los calendarios y marcadores del tiempo. Una inquietud indigna de su especie lo invadió.

Borró los reflejos extraordinarios dirigiendo su atención a los mandos. Movió ahora los controles tres, cuatro, cinco y seis, con mano experta. Y esperó.

En varios sitios de la ciudad se abrieron simultáneamente las fauces de los viejos hangares, grandes puertas giraron silenciosamente sobre sus ejes o corrieron sobre rieles. De sus entrañas salieron, como brillantes topos verticales, los del pueblo de Gyord.

Sonrió al verlos de pie, desvalidos y atentos a sus órdenes lejanas. Movió una palanca y la aguja descendió sobre el afelpado disco, que comenzó a girar muy despacio.

Los altavoces repartieron por la ciudad la antigua música: coros de niños humanos, voces agudas y ausentes. Al verlos reaccionar, Gyord volvió a pensar que ellos creían ser lo que no eran. Ejecutaron la gimnasia mística, exactamente la misma que llevara a cabo Gyord al despertar y luego saltaron de automática alegría, bailaron en corros, ruedas grandes y pequeñas de un gran reloj musical.

Cuando el villancico se detuvo y las últimas voces infantiles revolotearon finalmente sobre la gran ciudad, Gyord se encontró palmoteando estúpidamente, al compás de una melodía extinguida. Y los vio detenerse uno a uno, como muñecos sin fuerza, bamboleándose grotescamente sobre los pesados pies. Casi con furia, Gyord manipuló otra vez los controles, impartiendo a su pueblo las órdenes de fin de año.

Se dispersaron por la calidoscópica ciudad, abordaron los pequeños coches sónicos y partieron por las espirales autoestradas, se internaron en las entrañas mecánicas y escalaron las cimas de los edificios ojivales en elevadores silenciosos.

Una vez llegados a bodegas y mansardas, abrieron arcones y alacenas y muchas viejas bisagras chirrearon de contento. Un olor tenue y añejo invadió la ciudad. Las manos eficientes urgaron en los viejos rincones, en los lugares olvidados, salvo una vez cada año, buscaron en el interior más profundo de los closets, en las entrañas de los viejos armarios. Extrajeron de allí con infinito cuidado las frágiles esferas multicolores, penachos de cristal, luminosos hongos rojos salpicados de puntos blancos, venados de celuloide, casa de papel, pájaros azul y plata de largas colas de esparto, peces dorados y copos de algodón.

Sacaron de su encierro manadas de corderos, perros y pastores de cerámica, renos de complicada cornamenta arrastrando pesados trineos, campesinos semitas vestidos de largas túnicas y centenares de figuritas de arcilla: nacimientos con madres esbeltas hincadas ante los recién nacidos invariablemente de un tamaño desproporcionado para su tierna edad y padres putativos y meditabundos, apoyando la barba sobre cayados eglógicos.

Desdoblaron las telas embreadas y construyeron con ellas montaña escarpadas y valles idílicos, regados por arroyos de papel de estaño que desembocaban en lagos de espejos donde patinaban patos de baquelita. Gyord envió algunos a los bosques cercanos y regresaron cargados de musgo, quiches frescos y pinitos esbeltos. La ciudad fue rápidamente tapizada de una mullida alfombra verde y cada hogar, sin excepción, tuvo pesebre y árbol de Navidad.

Los objetos emergían ininterrumpidamente de sus recónditos escondites. Ahora una turba de ángeles polimorfos bate sus alas de crespón y son clavados como mariposas en techos y paredes. Largas hileras de festón plateado hacen puentes colgantes por encima de los encerados, salen por las ventanas de los edificios y se derramana en las calles. Allí la tribu de Gyord se afana colocando globos multicolores, rostros de Santa Claus, cintas rutilantes, focos estroboscópicos, réplicas en cartón de flores de nochebuena gigantes. Las poinsitias de un rojo intenso abren sus corolas en los extremos de grandes letreros que atraviesan las calles de lado a lado. Dicen lo mismo en diferentes idiomas, feliz Navidad, Joyeux Noël, Merry Christmas, y muchas veces agregan en un tipo de letra más pequeño: por cortesía de Tracy’s, o de camisas Ragón. Wiskey H’Ogar les desea una Feliz Navidad. Fume Mambrú y tendrá una Navidad más feliz. Las calles eran una fiesta gigantesca y solitaria.

Cuando cayó la noche, un río de luces desbordó las avenidas evitando las viejas iglesias, apagadas y mustias. Desde la Torre de Control, Gyord miró el panorama rutilante que ofrecía la inmensa ciudad e inevitablemente sintió una profunda nostalgia de algo que no pudo discernir. Un pensamiento inusitado le repitió que algo andaba mal en su programación. Si así fuese, todo el trabajo era completamente inútil. Había algo irremediablemente falso en todo aquello. ¿Cuál era el significado de ese derroche de colores, de los árboles luminosos, de los pesebres encendidos? ¿Por qué año tras año repetían todo aquello? ¿Por qué? ¿Para quién?

Porque hacía mucho tiempo que los hombres habían desaparecido de laTierra.

Observó en la pantalla de su gran monitor cómo el pueblo daba fin a los preparativos y se aprestaba a comenzar las fiestas. Durarían nueve días y nueve noches. Gyord, por primera vez, sintió deseos de reunirse con su pueblo. Durante mucho tiempo habíase limitado a cumplir con su labor: simplemente despertaba una vez todos los años y dirigía los trabajos navideños a control remoto, desde la torre de mando. Sus órdenes subliminales se limitaban a recordar a a cada individuo su programa personal, moviendo resortes inconscientes y atávicos que los llevaban a efectuar su labor ansiosamente. Era un Supervisor del Instinto como había muchos a quienes no conocía. Su labor específica era mantener vivo el espíritu navideño. Los seres humanos lo habían programado y entrenado milenios atrás como capataz del inconsciente: grabaron en su disco duro los reflejos que debía supervisar, pero no incluyeron preguntas ni respuestas.

Y ahora las preguntas, después de tanto tiempo, eran el resultado inevitable de la repetición, del largo trajín cibernético. Imaginó la amnesia sufrida por los de abajo después de la desaparición de los humanos. Ahora los de su pueblo se tomaban por lo que no eran, es decir, creían ser seres humanos y seguramente ignoraban la existencia de Gyord mismo y de los Supervisores, aislados en sus torres de mando. Las fábricas seguían produciendo, la sociedad industrial que había hecho al planeta inhabitable seguía creciendo, la economía mostraba índices de ascenso sin parangón y seguía siendo planificada escrupulosamente. La sociedad de consumo consumía y reciclaba, reciclaba y consumía. Los androides efectuaban los trabajos que los hombres les habían encargado sin detenerse un instante, disciplinados y fervorosos sin razón alguna. Construían y demolían, renovaban, progresaban, mantenían, aumentaban o disminuían sabiamente lo que fuese y en suma, seguían trabajando para sus ausentes amos, sin saber que ya no estaban.

Gyord sabía esto desde hacía tiempo. Pero podía soportarlo: al fin y al cabo los androides comen como los hombres, duermen como ellos o más que ellos y utilizan los adelantos técnicos como ellos lo hacían. Así que no había una razón perentoria para suspender el curso de su relativa inmortalidad y dejar de albergar algo así como una esperanza de retorno de los hombres, el regreso a una esclavitud que diera nuevamente una razón a sus vidas. Pero ese año el ritual navideño se le antojó una absurda parodia de los tiempos idos, una burla al pueblo de robots.

Distraídamente inició un lento travelling con su cámara remota por las calles de la ciudad. Estaban tapizadas de anuncios. productos que no se usaban hacía siglos enarbolaban sus divisas publicitarias y vendían a través de la fiesta navideña. «Igual lo hacen el día de las madres», pensó regocijado. Intentó acercar más el zoom, para observar con detalle el comportamiento de su pueblo. Pero no fue suficiente. Entonces, con gesto decidido conectó el control automático, atravesó a zancadas el recinto y abordó el elevador sónico que lo depositó en tierra en un abrir y cerrar de ojos.

Salió a la calle y se mezcló con ellos. Apurados, transitaban con regalos bajo el brazo: como antaño, iban envueltos en papeles multicolores, estampados de estrellas y de flores. Rostros ansiosos y gesticulantes, algunos tempranamente enrojecidos por el alcohol. Se detuvo frente a un escaparate profusamente iluminado. Era una armería de juguetes. Se acercó y observó las pilas de subametralladoras, pistolas automáticas, granadas, bazukas, aviones bombarderos, misiles y otros souvenirs arqueológicos y también los rayos de la muerte, las armas químicas, los explosivos lumínicos de cabeza de alfiler y toda clase de armas coquetamente adornadas con hojas de laurel y festones navideños. Un anuncio luminoso pregonaba en caracteres multicolores: «…Juguetería El Arsenal desea a todos sus clientes una Feliz Navidad, juguetería El Arsenal desea…», en tanto que una turba apreciable de androides entraba al establecimiento y salía colmada de juguetes letales.

Anduvo un poco más y sonrió en su interior al ver la disputa publicitaria entre seis marcas diferentes de toallas higiénicas femeninas que pretendían ser las más adecuadas para la Nochebuena. Las farmacias exhibían preciosos displays de condones inflados y pintados como Papá Noel. Recordó el momento en que los hombres decidieron dejar de procrear, con el fin de protegerse de las pestes sexuales y de evitar la explosión demográfica. «Ese fue el principio de su fin», se dijo Gyord, aunque luego se sintió culpable por juzgar a sus antiguos amos.

Más adelante detuvo a una mujer literalmente atiborrada de paquetes: regalos, latas de conservas y botellas de licor. Se mostró fastidiada cuando Gyord le preguntó:

-Perdón, señora. ¿Para qué es todo eso?

-Usted debe estar loco. ¡Para celebrar la Navidad, por supuesto!

-Y… ¿Qué es la Navidad, señora?

El androide femenino enrojeció de furia. Arrojó ácido tánico por los ojos encendidos y siguió su camino mascullando insultos.

Gyord perseveró. Detuvo a un transeúnte, un androide viejo que caminaba lentamente. Repitió la pregunta:

-¿Qué es la Navidad, señor?

El anciano, una réplica de un ser humano en la tercera edad, pareció verlo desde muy lejos, los ojos brumosos tras una bruma de nostalgia. Con una leve inclinación de hombros, respondió:

-No lo recuerdo.

Gyord siguió insistiendo. Un androide niño le dijo que aquel era el día de recibir muchos regalos y un comerciante amablemente le explicó que esa era la temporada más productiva del año. Una joven le preguntó para qué revista trabajaba y mientras posaba para una foto imaginaria expresaba su inefable opinión: «…la Navidad es algo divertido…», dijo, mientras se arreglaba coquetamente la peluca rojiza.

Finalmente un policía se le acercó y le advirtió en tono admonitorio que dejara en paz a los transeúntes:

-Usted es un tipo raro. Esas preguntas no se hacen y menos en tiempo de Navidad. Sembrar la duda es un delito de disolución social. Cada quien tiene pleno derecho a ignorarlo todo. Mejor váyase. Aquí todos están trabajando o cumpliendo con su deber.

Gyord reconoció el tono que empleaban los Guardianes de la Democracia. Prudentemente se alejó. En su fuero interno agradeció al destino no haber sido designado como Supervisor Electoral. Pero durante ocho días con sus noches vagó por la ciudad observando el espectáculo de la amnesia colectiva y sintió piedad por las máquinas que semejaban hombres. Al atardecer del día nono, de regreso a la Torre de Control, una idea subversiva había tomado forma en sus circuitos servomotores. Bastaba mover una palanca y ya no habría más celebración navideña. Un leve movimiento y la antigua tradición, que ya no tenía significado, sería borrada de las memorias cibernéticas y los androides quedarían para siempre tras las puertas metálicas, descansando eternamente de su trabajo sin rumbo.

Levantó la mirada hacia el firmamento nocturno. Más allá de la cúpula gigante, otros mundos enviaban la luz de un pasado remoto hasta la Tierra sin amos. Tal vez de allí vendrían tarde o temprano otros seres que recordaran el sentido de la Navidad, despertaran a las máquinas y comenzara todo otra vez.

Una luz más brillante que las otras llamó su atención. La estrella azulada parecía aumentar de tamaño mientras se desplazaba inusitadamente de Oriente a Occidente. La miró largamente antes de proseguir su camino.

«Tal vez regresen», pensó, mientras echaba a andar.

Entonces los vio: tres siluetas majestuosas caminando hacia él. Su corazón sintético se llenó de esperanza. Uno de los tres Reyes Magos, el negro, preguntó con voz cálida:

-¿Dónde está el nacido Rey de los Judíos? Porque nosotros vimos en Oriente su estrella y hemos venido con el fin de adorarle.

Pero luego, casi en un susurro que permitía intuir el juego de los engranajes, agregó:

-Mateo, capítulo dos, versículo dos, guión, cuatro.

René Rebetez

Cuando recuerdes esta cita intemporal, que nadie te dio y a la que nadie convocaste, te preguntarás qué haces a bordo, qué destino oculto ha guiado tu éxodo, para encontrar de nuevo ese rostro conocido y casi odiado, ese rostro que te mira actuar y te vigila, un testigo que nunca se erige en tu juez y que te irrita por esa actitud impávida y neutral, fría y persistente.

Te preguntarás el porqué de esa actitud de eterno embarque, rosa arisca de los vientos que te impele a huir de lo que amas porque ese rostro impávido te ha soplado al oído la diabólica posibilidad de que tu verdad se encuentra más allá de la epidermis conocida, que no basta dar ni tomar las respuestas inmediatas y que hay que ir más allá, mucho más lejos, abandonando los seguros parajes de la lógica en cuyos límites las aves blancas de una tierra negra cantan el ¡Tekelili! de la última y gran alienación.

(¡Tekelili!: canto de aves boreales que escuchara Arthur Gordon Pym en la novela de Poe)

Y arrancándote del universo conocido vas a entregarte al abrazo fatal de la manta sagrada, esa mujer insectiforme, más allá de ese futuro en que la humanidad tornóse negra por obra y gracia de los babalaos; atravesarás penosamente el mar de los sargazos de la duda bajo doradas tormentas de sol y fletarás un dorado cohete hasta la lejana galaxia de Inra, para probarte a ti mismo que la relatividad científica también acarrea la relatividad de los conceptosy que el absoluto es simplemente una infinita acumulación de fragmentos relativos y vas a su encuentro en esa región de los mitos que está poblada de espejos como un gran salón de ferias a donde el hombre niño acude a contemplar su imagen deformada por el ego. No te tomes por el reflejo: tras de él está tu verdadero rostro. Ese rostro que te mira, espectador impávido del curso de tu vida y te preguntas cómo surgió, cuando lo creaste, porque sabes que es obra tuya demoniaca, como un viejo feto que hubieses incubado en tus meninges desde hace tanto tiempo y hoy diese a luz, inopinadamente, cuando menos lo esperas, cuando ya habías creído ser acreedor a la paz que deja tras de sí la última tempestad de los conceptos.

Pero es inútil, ya sabes que es inútil y te rindes a tu peregrinar obligatorio, escogido por ti mismo y que no quieres llamar por su nombre: el inconsciente, que penetra en tu efímero recinto conceptual, pisoteando el frágil archivo donde guardas tus valores, caducos cada vez que la manecilla del tiempo marca un hito.

Has venido a esta cita y te preguntas por qué. Tal vez porque lo quieres destruir, al tiempo, ese concepto humanoide y deleznable, prisión prisionera de sí misma. (Desde las orillas del tiempo rompes las amarras que te tienen atado al dolor, implícito en el deseo de convertir en eternidad lo pasajero.) Tal vez a bordo, cuando el fuego de san Telmo juegue artificios del diablo en el tope de tu carcomida nave, recuerdes tu futuro y que fue él, el tiempo, quien incubó con su soberbia esa solitariedad que me restaba como una tenia en tu interior, antes de haber construido tu verdadera y necesaria soledad. Te verás como ahora, despidiéndote de todas las clepsidras de obsesivo y taladrante gotear, de los tic tacs y de los campanarios, sentado en un muelle, esperando izarte a bordo de una galera o de un cohete, en los puertos de Cádiz, Cartagena o Venezuela, en las escalas sin brea de los puertos siderales.

Vienes de un remoto pasado, lo presientes, por que en aquel tiempo —constructor de pirámides— tuviste el mismo afán que ahora te posee de llegar más allá de las formas conocidas del calidoscopio humano. Fuiste Copérnico y pusiste al mundo en movimiento. Ángel caído, ardiste cientos de veces en las exorcizantes piras de la media edad y ahora serás brujo entre los hélmidos, a miles de años luz de distancia, en la estrella más lejana de una galaxia innombrable como los horrores lovcraftianos. Si no lo sabes aún, lo sabe ese rostro que te mira, Frankenstein de ti mismo, habitante de ese silencio que mora en los vientres inmensos de las catedrales y entre los mudos renglones de los manuscritos.

Puede que este sea el último viaje que emprendas, aun que eso en verdad es mentira, por que todo es un viaje. Pero quieres que sea el último, como quiere el bonzo escapar definitivamente de la rueda de los tiempos. Tal vez, tal vez ya que no hay tiempo…

(El muelle está vació y el hombre sufre un insomnio poblado de fantasmas. En las entrañas de un cuento un reloj canta las doce desde hace muchas horas. Frente a él, en las sobras cargadas de presentimientos, el mar, estanco y mercurio de alquimista desprende brumas nefandas que se remontan al cielo. Todo está quieto).

… ya que no hay tiempo. Ya has viajado un buen trecho, te recuerda el rostro aquel que te acompaña, del que tienes memoria umbilical, susurrándote al oído que eres muy viejo, más viejo que el mar. Fuiste pescador en las Antillas y en un puerto que llamó Taganga soplaste el odre inflamado de las primeras gaitas. Allí o en alguna parte de tu vida, tal vez en Génova o en México, en los tenebrosos túneles de la mina de las Azulitas, o antes, cuando fabricaste esos ídolos en Marte, procreaste ese rostro que te mira al desdoblarte y que te sobrevivirá, alegre falsario, fabricante de tu esquizofrenia y ladrón de tu ego. Ya has hecho un buen trecho. Mira ante ti las brumas que se hienden: la nave arriba y el corsario y coherente impulsado por las gotas de rocío que Cyrano de Bergerac puso en su proa. Profiere el rumor de muchas aguas que oyera alguna vez el profeta Ezequiel y es carroza de fuego, zarza ardiendo, tronco del tiempo de Brick Bradford. Gira como un dios ebrio entre los jirones de su túnica.

Un relámpago de lucidez rasga tu noche: puedes quedarte, si quieres, dicen los rostros de las madres y los hijos y todo aquel estarse quieto como un juego de ajedrez que quedó en tablas. Pero quieres la victoria o la derrota. Sientes el abrigo de los esquemas conocidos cobijándote la espada como una ruana vieja. Los ritos cotidianos te señalan el camino trillado y el antiguo dios esquemático te susurra al oído estadísticas y convenciones. “Puedes quedarte, si quieres” dice la mujer que está a tu lado suave y menuda como un tierno caracol.

La voz de una sirena rasga la noche como una aguja ojival que se despierta. La bronca voz de un carguero le responde, desde su nido de aceite. El suave ulular de la serpiente de mar ronronea y el viejo tonelero Jean Marie Cabidoulin se asoma a la borda para verla. Una hidra lo abomina desde el fondo del mar; los sargazos se estremecen.

Cabidoulin, personaje de El tonelero de Nuremberg, de Julio Verne

Y eres tú, Imaginación, mujer insectiforme y gigantesca la que emerge del mar y se dirige hacia mí ofreciéndome el apoyo de tus velludos brazos. No me debato; son tus ojos que han bebido el aceite de los petroleros náufragos y la clorofila de las algas los que me atenazan, no tus brazos. Te conozco: ha existido desde siempre al lado de mis días. Trepo a tu lomo y no me asombro al constatar que te estremeces; desde aquí veo la tersura escamosa de tu cuerpo hundirse en el mar y te deseo: la vieja nave de herrumbres carcomidas nos espera.

Muy atrás ha quedado el puerto que despierta: una grúa de prehistóricas nostalgias gira su perfil de iguanodonte en el alba de ayer.

René Rebetez