(Del Libro “Ellos lo llaman Amanecer y otros relatos)
Surgió, casi al tiempo que el cine y el jazz, como una heredera de los cuentos de hadas y de remotas mitologías. Como género literario, la ciencia ficción fue a las letras lo que la música de cámara a las sinfonías; hasta que salió del cubículo entre selecto y marginado en el que había estado confinada, produjo sus clásicos y después de influenciar abierta o solapadamente lo más importante de la creación literaria contemporánea, tiende a diluirse totalmente en el concierto de la ficción de nuestros días.
No podemos evadirnos de este mundo cambiante, tan poco medieval y estático, cuyo tiempo psicológico parece deshilvanarse a la velocidad de la luz y que se escurre como agua en nuestras manos, cerradas en un intento inútil de apresarlo. Vivimos en términos de ciencia ficción: los sistemas ultrarrápidos de información perfeccionan la incomunicación: el mundo paradójico de un calidoscopio, que se escapa a todos los esquemas filosóficos, por dialécticos que se pretendan. Vivimos un clímax de entropía: la crisis de las ideologías, la ausencia de valores y el retorno a los atavismos. Este es un mundo de política ficción: las Guerras Santas, otra vez. Tras la bituminosa cortina del petróleo, la tenebrura del inconsciente colectivo emerge desde el remoto pasado, pisoteando razones, esgrimiendo un oscuro alfanje anatómico. La semántica de las derechas e izquierdas se perdió hace tiempo y la mediocracia estandarizada por los manes del consumo convierte a los hombre en autómatas. Una sociedad de sexo-ficción. Un mundo de economía-ficción: las tarjetas de crédito. Los sueños petroleros otra vez, las pesadillas de aceite. Los Caballeros de la Fortuna de hoy, que apuestan al arroz, al trigo, al oro, al cobre. La publicidad crea necesidades superfluas mientras los más no tienen qué comer. Pero claro, vivimos en un mundo mercadeable, orientable y analizable según los oráculos de la economía.
El proceso editorial es demasiado lento para este tipo tránsfuga: como dijera Marshall Mac Luhan, «escribir en nuestros días es tanto como intentar comunicarse con señales de humo en la Era Electrónica». Esto es más válido aún para el escritor de ciencia ficción que, al fin y al cabo, se dedica al ejercicio de la profecía, una profesión ingrata si las hay, como lo pueden atestiguar el apocalíptico San Juan y el glífico Ezequiel, tanto como un profeta más reciente, Isaac Asimov. La ciencia ficción es bíblica, popolvuhista, leviatánica, gilgameshiana. Pero esto no es solamente literatura, es una necesidad de abrir los ojos y hacerlos grandes, mucho más grandes, hasta abarcar una información revelada, convertirse en un radar, como el que decía Ezra Pound eran los verdaderos poetas, una síntesis, un fogonazo enceguecedor que nos permita apreciar el milagro constante en que vivimos.
Este es un tiempo de ficción casi inverosímil si no lo estuviésemos viviendo a cada instante. Un tiempo para el cual la inverosimilitud es, precisamente, verosímil y que tiende a borrar la palabra imposible de los diccionarios.
Lo maravilloso está ahí, al alcance de la mano. Pero no sólo a través de tele y microscopios, ni en los sorprendentes encuentros de la cibernética. La gente siempre quiere un más allá, un sobrenaturalismo, una metacosa. Caen, si no en la idolatría de la técnica, en la esoteria vil, en los recovecos, baches y bruscos encuentros de la ciencia con el «más allá». Pero resulta ser que el más allá se encuentra precisamente más acá y que lo sobrenatural es precisamente lo maravilloso natural como lo ejemplificara alguna vez Roger Caillois.
(Le fantastique naturel, traducido por el autor para El Heraldo Cultural y la revista Espejo, México)
En una serie de programas de la televisión mexicana en los que participamos Italo calvino, Teodoro Sturgeon, Jack Vance y el suscrito bajo la moderación de Álvaro Mutis, se llegó a la conclusión de que la ciencia ficción no existe ya como género literario. Italo Calvino, quien aceptaba abiertamente la influencia de la ciencia ficción en sus escritos y su participación directa con el género, llegó a la conclusión de que escribir conscientemente en nuestros días, es «hacer» ciencia ficción.
«Ustedes son los únicos que hablan de los terribles cambios que realmente están teniendo lugar», dice Kurt Vonnegut hablando de los escritores de CF. «Los únicos suficientemente locos para saber que la vida es un viaje en el espacio que tiene billones de años de duración. Los únicos con los cojones suficientes para preocuparse realmente por el futuro, los únicos que anotan realmente lo que las máquinas están haciendo de nosotros, los que agonizan sobre el tiempo y las distancias sin límites, sobre los misterios que nunca morirán…»
(God Bless you Mr. Rosewater, citado en Aldiss y Wingrove, 1985 y recopilado por Juan Pablo Fernández. Hay que anotar, por supuesto que Vonnegut es también un autor de ciencia ficción)
Empleando como señuelo las invencione prácticas del hombre, la nueva literatura (que resulta ser la más vieja de todas) ataca problemas vitales de la humanidad: los de la vida y la muerte, el espacio, el vacío, el tiempo, el absoluto y siempre y sobre todo, el problema ontológico, el origen y el destino de la especie.
¿Cómo definir un género de contenido tan diverso? La palabra ciencia, que pretende hacerlo, lo reduce más bien a una prisión de la cual se escapan los grandes autores. La ciencia ficción, cuando llega a una categoría relevante ya no tiene razón alguna para llevar ese nombre. Para acercarse a ella hay que tener un sentido «cuántico» de la existencia. Para Stephan Spriel, por ejemplo, la ciencia ficción es una nueva mística: «Es la resurrección de la poesía épica: el hombre trascendido por sí mismo, el héroe de la lucha con lo Desconocido».
la introducción de la anticipación en la literatura es una operación tan altamente poética como la de los números imaginarios en las matemáticas. Hay otros nombres para el esquivo género: ficción científica, realismo fantástico, literatura de anticipación. Pero ninguno ha logrado definirla con exactitud. Dice Sternberg: «La ciencia ficción se ha visto condenada a una pena demasiado injusta: llevar su nombre».
Por otra parte, existe, especialmente en los países de habla hispana, una tendencia generalizada a creer que la ciencia ficción trata exclusivamente de viajes espaciales, condimentada con el pésimo bagaje de los malos comics, la subliteratura y la espantosa TV.
Hay, claro está, poética y poderosa, una ciencia ficción del espacio que enfrenta al hombre con su posible extrapolación a otros mundos, que hace paralelos entre la inteligencia humana y la de los seres de Plutón, de los que la vanidad humana no sale siempre bien parada. Pero también hay una política ficción, cínica y plena de advertencias (que ha evadido muchas censuras) y una ciencia ficción que emerge de las más antiguas leyendas de la humanidad y resucita hadas y brujas, magos y hechiceros, poniendo de relieve que la ciencia no es otra cosa que la magia de nuestros días. Hay, por supuesto, una psicología ficción y una sociología ficción. La utopía es la temática trascendental del indefinible género y la que ha probado que la buena ciencia ficción no es una literatura de evasión, un escapismo: es más bien un índice que señala perentoriamente las lacras de nuestro tiempo.
La ciencia ficción no es más que la búsqueda de respuesta a preguntas perennes: ¿por qué? ¿dónde? ¿cómo? A pesar de su nombre es la menos precisa de todas las literaturas. Su destino es errar de una pregunta a otra y, a veces, andar con la respuesta. para acercarse a ella se hace necesaria una forma de pensar que implique la certeza de que un poema oscuro dice más que un discurso claro.
La teorías de la ciencia pasan y desaparecen. Una teoría derrumba la anterior y esto sucede cada vez con más frecuencia. Pero la verdad de la ciencia ficción ha quedado: la energía atómica, los satélites artificiales, los robots, los submarinos, el radar, la desintegración del átomo, los viajes espaciales pertenecen más a la ciencia ficción que los soñó, que la ciencia que hizo todo para negarlos.
Para Bradbury, la misión de los escritores del género es «adivinar los futuros posibles, derivados de las posibles máquinas». Para Isaac Asimov, es aquella clase de literatura que «trata de las respuestas de los seres humanos a las propuestas y progresos de la ciencia y de la técnica». Para Brian Aldiss la ciencia ficción no puede definirse, lo mismo que no puede definirse la literatura, y para Frederick Pohl «definir la ciencia ficción es como definir un poema, porque es el efecto producido en el lector, más que el argumento, lo que decide si es ciencia ficción o no». Para abordar correctamente a la ciencia ficción, es bueno conocer sus orígenes, tan antiguos como la literatura; porque aunque parezca paradójico, la ciencia ficción es anterior a la misma ciencia.
La mayoría de ensayistas están de acuerdo en emplazar como el primer autor del género a Luciano Samosata, escritor griego del siglo II quien escribió en La Verdadera Historia el primer viaje a la Luna de la literatura. Ha sido considerado así, a pesar de que la ciencia nación «oficialmente» con el estudio que hicieron del firmamento Xenófantes y Anaxágoras. Sin embargo detenernos aqui sería caer en la trampa nuevamente, enredarse en el juego del poco afortunado nombre de la ciencia ficción. Porque las antiguas escrituras védicas como el Mahabarata y el Ramayana hablaban ya de huestes provenientes de otros planetas. El Mahavira, el Drona Parva y el Raservana describen maravillosos aparatos voladores, los Vimanas, a bordo de los cuales el hombre se desplazaba dentro de la atmósfera terrestre o emprendía viajes interplanetarios. El argot bíblico de Ezequiel es un lenguaje de ciencia ficción y la mayoría de los mitos y leyendas preludian ese sabor. Según las tablas brahmánicas el primer navío espacial vino de Venus, en el año 8617841 (¡!) aC: el viaje interestelar fue concebido mucho antes de que la Macrodisea tuviera como héroes de comic a Brick Bradford o a Roldán el Temerario, los dos rostros de Flash Gordon.
Así que el rótulo es reciente, pero la temática es muy añeja. Para seguir constatándolo, recordemos que en el año 70 dC, Plutarco relata en De Fascie Orbe Lunae el ir y venir de seres de la Tierra a la Luna; Luciano otra vez, para quien las columnas de Hércules representaban el límite de lo racional (como para nosotros ahora los fotones, los agujeros negros y el momento de la muerte), coloca alas sobre las espaldas de Ícaro y lo lanza al espacio sideral. John Kepler, edecán de la ciencia que disputa el terreno a la hasta entonces incontrovertible magia, escribe en 1634 el Somnium Astronomicus, enviando a su héroe, Doracotus, a la Luna por medios cabalísticos. Eso sí, como buen heredero del astrónomo Tycho Brae, cuida de que todo lo que ocurra en la superficie lunar esté ceñido estrictamente a las premisas científicas de la época. Cyrano de Bergerac impulsa sus cohetes mucho más poéticamente por medio del rocío, combustible que viene del espacio y al espacio ha de tornar, y hasta el mismo Voltaire describe en Micromegas la llegada de un extraterrestre.
Nadie puede negar que Shakespeare hace de Calibán un mutante y de Ariel un radar antropomorfo. El astrónomo Asaph Hall, descubridor de los satélites de Marte, Fobos y Deimos, debió sentir un escalofrío al refrendar lo que tiempo antes Jonathan Swift había bautizado y hasta medido en Los viajes de Gulliver.
Otros autores son lugares comunes que marcaron indeleblemente varias generaciones: Julio Vernem quien con H. G. Wells algunos consideran como los iniciadores del género propiamente dicho. Verne, profundo admirador de Edgar Allan Poe, le dedicó un ensayo en el cual reprocha al poeta su falta de rigor científico al enviar a uno de sus héroes (Hans Pfaal) en globo hasta la Luna. Son embargo, el racionalismo decimonónico de Verne no impidió que su admiración por el poeta lo llevara a continuar una de sus obras, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, a la que proporcionó toda una secuencia adicional y un nuevo final en La esfinge de los hielos. La influencia de Edgar Allan Poe en la ciencia ficción es notable, particularmente en Lovecraft y hasta nuestros días es tangible en Bradbury, quien extrapola a Marte el Hundimiento de la Casa de Usher.
La guerra de los mundos, de Herbert Geroge Wells, que vio la luz en 1898, se perfila como un clásico de los albores del género. También entonces se manifiestan algunos de los incontables subgéneros y temáticas: la Cronodisea, que se ocupa de los desplazamientos en el tiempo, la Aventura polidimensional, que trata de mundos paralelos, el Apocalipsis, que suele tratar de colisiones planetarias, catástrofes y guerras definitivas, la Utopía moderna, ensayos sociales del futuro y por supuesto, las Faunas espaciales y los Extranjeros entre nosotros. Se pretende hacer luego una distinción entre la ciencia ficción y la literatura fantástica. Si esto fue posible en el siglo pasado ahora no puede tener lugar, ya que la ciencia va haciendo suyos campos que antes fueran del dominio exclusivo de lo fantástico.
El Golem, los vampiros, las hadas y las mismas brujas son objeto de la ciencia ficción: no solamente Huxley ha sido considerado como autor del género, sino también Arthur Machen, Bierce, Gustav Meyrink, Charles Fournier y seguramente, Grimm y Andersen. Mary Shelley no deja de asombrarnos con la profética visión del engendro de Frankestein, quien, como la tecnología de nuestros días (hecha a nuestra imagen y semejanza) termina por destruir a su creador. Los límites entre la fantasía y la ciencia ficción ya no existen. Un tratado de física cuántica rebasa la ficción y la genética abre horizontes fantásticos. El imprevisible comportamiento del ser humano es por sí mismo un hecho de ciencia ficción y hasta nuestro folclore, desgraciadamente tal vez, ya no es de alpargatas y de tiple o guitarra exclusivamente: ahora es de zapatos tenis y transistores.
La ciencia ficción es el testigo más fiel de nuestra época. Es a nuestro tiempo lo que fueron para el suyo las novelas de caballería, la novela picaresca para el siglo XVIII. Pero frecuentemente es un incorruptible fiscal, sin más compromiso que su capacidad profética. En el «ghetto» de los escritores de ciencia ficción ni la política ni el poder han tenido mucha entrada. Tampoco la solemnidad. Me temo que los escritores de ciencia ficción nunca se han tomado muy en serio, lo que les ayuda a combatir las pesadas secuelas de la gravedad, tan común en los gremios intelectuales. El humor-ficción es natural en el género. Pero lo que es más importante, nunca encontramos la huella del oportunismo ni en la obra ni en los hechos de un Bradbury, de un Sturgeon o de un Asimov, como no lo encontraremos tampoco en la trayectoria de un Julio Verne o de un Lovecraft. La ciencia ficción es el ejercicio de la libertad.
El cine, esclavizado hoy a la política de los mercados, nació con esa misma libertad y fue nutrido por la imaginación de la ficción científica. El crítico de cine Pierre Kast, fundador de Les Cahiers du Cinemá, dijo alguna vez: «…el cine no ha dado ningún aporte a la ciencia ficción, pero habiendo recibido de ella una magia nueva, un nuevo vértigo de la imaginación, llegará a deberle mucho… sería absurdo creer que las bellas artes podrían encontrarse al margen de un movimiento general del pensamiento que ha cambiado totalmente la idea que teníamos del universo». Efectivamente, el cine y la CF nacieron de la mano: la primera obra maestra de la cinematografía es El viaje a la Luna (1902) de George Meliés, basada en la obra de Julio Verne. En 1931 James Wahle realiza la primera versión de Frankenstein. Los títulos sugerentes se suceden: El doctor Jekyll y Mr. Hyde (John Robertson, 1920), Los secretos del alma (Pabst), Narcosis (Abel, 1929), estas últimas bajo la influencia de Freud y el joven psicoanálisis. Metrópolis de Fritz Lang es una obra maestra del cine y de la utopía social. El gabinete del doctor Caligari… la lista es inagotable y se prolonga hasta nuestros días. Bajo la mágica dirección de Stanley Kubrick, el romanticismo contemporáneo tiene una expresión cinematográfica esplendorosa en la obra de Clark, Odisea del espacio, cuando las esbeltas naves espaciales danzan un anacrónico vals vienés en el negro firmamento sin atmósfera. Finalmente, el estreno de Star Wars, convierte a la ciencia ficción en un fenómeno de masas.
Resulta obvia la simbiosis entre la ciencia ficción y la inteligencia contemporánea. Esto hace incomprensible el marginamiento de un sector tan fecundo, precisamente en los países que más necesitan regenerar sus valores. Tal vez este divorcio se deba al siniestro carrusel de la política que mantiene atada la inteligencia a un círculo vicioso, al talento girando en torno al flamígero foco del poder como una mariposa suicida. Se diría que nuestro intelecto no ha aprendido todavía que el manicomio no puede arreglarse sin haber curado la locura.
Para acercarse a la literatura de los «contemporáneos del porvenir» es bueno comenzar por ese poeta de los mundos del espacio, Ray Bradbury, crítico mordaz del mundo de la técnica, de la supeditación del hombre a la máquina y de su masiva estandarización. Crónicas marcianas, Las doradas manzanas del Sol, y El hombre ilustrado han sido para muchos el pórtico de entrada al mundo de la anticipación.
Pero sin lugar a dudas el gran señor de la ciencia ficción contemporánea es Teodoro Sturgeon, de cuya amistad me envanecí y cuya muerte deploro cada día. Mal conocido en español, el autor de Los cristales soñadores, Más que humano y Caviar fue un escritor de amplísimo vuelo literario, a la altura de un Conrad o de Virginia Wolf.
Damon Knight, culpable de la versión al inglés de algunos de mis relatos, es una figura importante en la ciencia ficción contemporánea. Autor, editor, crítico y maestro de literatura, él y su mujer, Kate Wilhelm, también escritora destacada de ciencia ficción, viven en Eugene, Oregon. Uno de sus viajes los llevó alguna vez a Santafé de Bogotá, donde realizaron un taller literario de CF.
James Blish, Van Voght y el astrónomo inglés Fred Hoyle son autores más conocidos en español. Kurt Vonnegut, el autor del incomparable Matadero cinco, merece un capítulo especial. Estos nombres y los de Clifford D. Simak, Isaac Asimov, Robert Shekley, Richard Matheson, Brian Aldiss, Paul Anderson y por supuesto, el gran Arthur C. Clark, son bastante conocidos entre nosotros.
Hay una abundante producción europea, prácticamente desconocida en español, de tendencia menos cientificista e inclinada más bien hacia el humanismo y la psicología de la que son exponentes Jean Ray, Francis Karsac, Jacques Stenberg, Gerard Klein entre otros. Existe una ingente producción rusa en su mayor parte sometida a los happy ends del socialismo de antes de la perestroika.
La producción literaria de ciencia ficción en español ha sido escasa. En la primera antología universal de la ciencia ficción, publicada en 1989 por Little Brown simultáneamente en Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, solamente figuran dos autores de habla hispana: Jorge Luis Borges y el suscrito. Dicha antología, The World Treasury of Science Fiction, fue preparada por David G. Hartwell con el fin de preservar para la posteridad lo que él considera ser «el fenómeno literario más característico del siglo XX». En ella aparecen, aparte de los clásicos autores como Bradbury, Arthur C. Clark, Sturgeon, Knight y buena parte de los ya mencionados, escritores polacos (el incomparable Stanislaw Lem), japoneses (Kono Tensei), e invitados especiales como Italo Calvino y el mismo Borges, quien participa con dos relatos. De la antigua URSS, Arkady y Boris Strugatsky. John Updike se refirió así al multifacético tenor de los relatos de esta selección en un ensayo enjundioso, que apareció en la revista The New Yorker bajo el título de «El cáliz llameante»: «Las alteraciones que la psiquiatría, la geología, la astronomía, la biología evolutiva, la antropología, la física cuántica y la tecnología de los computadores han realizado en la imagen que el ser humano tiene de si mismo, es atestiguada por la ciencia ficción. El hombre habita la historia y la naturaleza humana está cambiando…». Aún debo a John Updike un agradecimiento por el cálido reconocimiento que hizo de mi aporte a la mencionada antología en ese mismo ensayo.
Es necesario recordar que la ciencia ficción se expresa en todas las formas literarias tradicionales: la poesía, el ensayo y por supuesto, en la ficción. Ha tenido destacados ensayistas, entre ellos Fred Hoyle, Kingsley Amis y el multimencionado Isaac Asimov. Y antes que ellos, Aldous Huxley. El escritor mexicano Carlos Monsiváis es un erudito de la ciencia ficción y autor de varios ensayos sobre el género, entre los que se destaca muy especialmente el titulado «Los contemporáneos del porvenir».
La contribución de los escritores latinoamericanos a la ciencia ficción ha sido esporádica y marginal; y la aportación de la ciencia ficción a su obra no ha sido tomada nunca en cuenta por los críticos. Sin embargo, no hay autor de alto vuelo imaginativo, como García Márquez, Cortázar y el mismo Álvaro Mutis que en un sentido o en otro no hayan tenido que ver algo con el género. Me atrevería a decir que en algunos autores latinoamericanos, la influencia de la ciencia ficción es tan obvia como el ascendiente que alguna vez tuvieron sobre los boleros de Agustín Lara. Pero la influencia de la ciencia ficción es mucho menos confesable. Tal vez este pudor se deba, en algunos casos, a herencias del pretendido rigor decimonónico y en otros, a remanentes de la estética de Lukaks, que aún anida en algunos marchitos corazones.
Sin embargo, está claro que por el hecho de vivir en el subdesarrollo económico y social no tenemos necesariamente que supeditar nuestra inteligencia a ese subdesarrollo. En otras palabras, no por carecer de plantas atómicas y de tecnologías sofisticadas, dejamos de estar inmersos en nuestro tiempo y de estar determinados por la ciencia y la tecnología.
En un ensayo sobre «Lo fantástico de la literatura mexicana», puse alguna vez de presente que varios cronistas de la revolución sacaron tiempo para escribir ciencia ficción cuando aún no se había apagado el eco de las carabinas «treinta-treinta», de las doradas huestes de Pancho Villa. Entre estas obras, una curiosa novela del general Urquizo, Mi tío Juan. En ese país que guarda auténtica su identidad, la mitología vernácula ha nutrido multitude de relatos fabulosos. Helena Garro, en La semana de colores hizo una recopilación de su narrativa donde hay obras maestras de la imaginación, relatadas en un estilo impecable. En un relato llamado La culpa fue de los Tlaxcaltecas, el mundo prehispánico y la época contemporánea son uno solo y a través de esa yuxtaposición de los tiempos, se esbozan los problemas del amor, el mestizaje y el atavismo ancestral. La heroína revive, en contrapunto con su vida cotidiana, la sangrienta odisea de la toma de Tenochtitlán, al lado de su esposo de otros tiempos -¡Un guerrero azteca!- que incursiona en su vida esporádicamente. El marido contemporáneo pasa a formar parte de un triángulo por demás extraño y su rabia se estrella impotente contra una infidelidad intemporal, que al mismo tiempo es una fidelidad a los orígenes. Finalmente, el atavismo ganará el extraño juego, por demás simbólico, y la mujer partirá definitivamente hacia el pasado, en busca de su azteca. «Yo digo que la señorita Laurita no era de este tiempo, ni para el señor», termina diciendo el cuento en boca de la criada y confidente. Como una anotación marginal, recordamos que Helena Garro fue la primera esposa del poeta y ensayista Octavio Paz.
La forma de romper el tiempo en Pedro Páramo y la imaginería de El llano en llamas de Juan Rulfo, hacen que la ciencia ficción, como lo ha hecho con Borges, considere al gran escritor mexicano como uno de sus más notables huéspedes. Salvador Elizondo lo es también por su Hipogeo secreto, Farabeuf o la crónica de un instante y muchas piezas cortas de su maravillosa narrativa. Juan José Arreola, capítulo aparte por su imaginación ilímite y la maestría en el lenguaje, nos pertenece en toda la extensión de su obra, como se ha puesto de presente en muchas antologías que lo incluyen. Plasti sex y El miligramo maravilloso, son dos relatos clásicos en la literatura de CF.
La Casa de las Américas, de la Habana, publicó en su momento algunas antologías del género y presentó obras de Óscar Hurtado, poeta y pescador, autor de La ciudad muerta de Korad, una maravillosa saga poética bordada en torno a la mitología de Edgar Rice Burroughs. En la Argentina y Uruguay hay un movimiento editorial fuerte, que publica buenas traducciones de autores extranjeros y se han lanzado antologías que incluyen autores latinoamericanos entre otros Bioy Casares y el suscrito. En Centroamérica el salvadoreño Álvaro Menéndez Leal cultivó el género con gran acierto y también el costarricense Alfredo Cardona Peña. En Colombia, Antonio Mora es un cultivador del género como ensayista y narrador, Germán Espinosa, escritor polifacético si los hay, es autor de una obra maestra de la narrativa, asimilable al género: La noche de la trapa. Un joven erudito de la ciencia ficción, Juan Pablo Fernández, antiguo funcionario de Colciencias y hoy refundido en alguna universidad norteamericana, ejemplifica la inquietud de una juventud inteligente en un país sometido al oscurantismo ideológico; «…siempre hay una primera vez para todo», escribió Fernández en un ensayo inédito relativo a la ciencia ficción, que hacia parte de los materiales preparatorios de un encuentro frustrado entre escritores y científicos en Colombia: «…una primera vez para que los niños de un planeta cubierto siempre de nubes vean su sol durante una hora y sientan por única vez en sus vidas la alegría del verano. Para que los habitantes de otro planeta que gravita en un sistema de seis soles vean cada dos mil años la aterradora aparición del cielo nocturno prendido de estrellas y hagan arder su propio mundo en busca de luz. Para que los seres humanos que al fin viajen por el hiperespacio descubran los restos de civilizaciones extinguidas, estudien culturas primitivas o compartan con gentes salidas de su propio futuro». Con una juventud que escribe y piensa con tal vuelo, no habría lugar para los genocidios. Seguramente una pléyade de inteligencias contemporáneas, tanto de escritores como de lectores, están esperando que la estúpida violencia política, el folclore literario y los editores cedan el paso a una conciencia más universal.
Hace años hice mía la frase de Mircea Eliade cuando enunció que «la novedad del mundo moderno se traduce en una revalorización, a nivel profano, de los valores de la antigüedad». Lo hice, cuando me di cuenta de que la ciencia, a medida que avanza, descifra el lenguaje mítico de las culturas del pasado. Poco después encontré que no estaba solo en el camino y que algunos de los filósofos, antropólogos y escritores más importantes de este siglo habían desbrozado el terreno y proporcionado herramientas para cultivarlo: Levi-Strauss y el estructuralismo permitían adentrarse en el lenguaje prefilosófico sin el prejuicio colonizador de la hasta entonces excluyente «cultura occidental»; y encontré en Marshall Mac Luhan, a quien luego tuve oportunidad de traducir y prologar en español, a un profeta de los tiempos modernos. y muy particularmente hallé en Wiener y Rosenblueth, padres de la cibernética, la visión de la máquina como un espejo del hombre mismo, que por otro lado Georges Gurdjieff y Ouspensky refrendaban a partir de los rituales y tradiciones del sufismo.
En una forma que parecería misteriosa, si no fuera porque estamos familiarizados con la idea de que el tiempo es tan curvo como el espacio, en el futuro encontramos el pasado, en un retorno tan exaltado como el que prefiguró Nietzche, pero refrendado por el rigor que sólo el hallazgo científico puede conferir. Por eso, la literatura que nuestra época llama ciencia ficción no es solamente la crónica más fiel de nuestros tiempos y a veces también una guía premonitoria del futuro. También es una nueva mística, un mito en sí misma. La ciencia ficción no solo traduce el lenguaje mítico a los términos profanos, sino que está creando para el hombre una nueva mitología, como en el caso de Phillip Howard Lovecraft, quien apoyado en la hipótesis de otras dimensiones del espacio, de evoluciones biológicas paralelas a la vida terrestre o de relaciones interplanetarias, supo descubrir la continuidad de la función mítica humana y construir el puente que une los mitos viejos a los nuevos.
No solamente el budismo Zen nos coloca ante el «vacío». También la ciencia nos sitúa en las fronteras de lo «irracional», la astronomía y la física colocan hoy a nuestros sentidos frente al abismo de los agujeros negros y ante el sorprendente comportamiento de las micropartículas atómicas, escenarios donde suceden fenómenos que contradicen flagrantemente nuestra gastada lógica. Macro y microcosmos nos plantean la existencia de un universo simultáneo compuesto de antimateria, la misma base filosófica de doctrinas tales como el brahamanismo, el taoísmo y el budismo Zen. El redescubrimiento de antiguos conocimientos, o su versión de términos míticos a términos científicos se encuentra por doquier en nuestros días.
Todo está ahora tan alejado de Newton como cercano a Giovani Pico de la Mirandola: el Teorema de Bell nos demuestra que al tratarse de física cuántica, el observador debe formar parte del experimento, de lo contrario ningún fenómeno puede acontecer. Y esta misma integración del operario con sus elementos, era el requisito ineludible de la alquimia para la realización de la gran obra.
La visión espacial de un cosmonauta, el abismo del desconocido microcosmos, la tenebrosa incógnita de los agujeros cósmicos o la misteriosa desaparición de un fotón en la nada producen en el hombre un tipo de percepción diferente, una emoción de purísimo octanaje que permite hacer realidad, a través de la ciencia ficción, el antiguo sueño de los alquimistas.
René Rebetez
México D. F., 1975 – Isla Providencia, Mar Caribe, 1995